martes, 12 de enero de 2016

A continuación encontrarás la carta dominical del arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, para este domingo, 17 de enero de 2016:
Mirando desde el Tibidabo la ciudad de Barcelona, he observado una gran urbe y he pensado que el corazón de las personas que la habitan se puede ganar con el mismo amor que en cualquier rincón del planeta. Bajando a la ciudad he pensado que estamos en el Año de la Misericordia, que es precisamente un año único para poner a prueba nuestra estima, que se manifiesta en lo más tierno que tenemos los hombres y las mujeres en nuestro interior, como es el amor, la comprensión, el perdón y la capacidad de volver a empezar.
En mi camino de regreso a casa, cerca de la Catedral, me han preguntado dónde está la Puerta de la Misericordia en este Jubileo al que hemos sido llamados por el papa Francisco. Me ha parecido que lo que debía responder no es sólo dónde está el portalón que da acceso al templo, sino que el hecho de cruzarlo es dar un paso más allá… Debemos cruzar la puerta del amor que representa el Señor.
En el Antiguo Testamento, la primera manifestación de Dios al pueblo de Israel se revela a Moisés diciendo: “Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34,6). La misericordia es el primer atributo de Dios, seguido inmediatamente de la compasión. Es un Dios que se nos presenta desde la benevolencia, desde el amor y la ternura que muestra siempre el don gratuito, puesto que éste se expresa queriendo visceralmente, dándolo todo, ofreciéndolo todo, sin esperar nada a cambio. A lo largo del Antiguo Testamento hallamos muchas expresiones de la misericordia de Dios: en la compasión por todas las criaturas, en la acogida de quien ha pecado, proclamando que el amor misericordioso de Dios es para siempre. Por eso, la benevolencia de Dios se nos presenta, se nos hace cercana y nos ilumina a través de Jesús y su Evangelio, “porque Él es la puerta que nos conduce hacia el Padre”. A través de los relatos de san Lucas, la misericordia de Dios se hace misericordia humana en Jesús. Esto es lo que distingue a los cristianos en su forma de entender a los hombres como prójimos y como hermanos. Por eso el Evangelio nos dice: “Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6,36).
Lo que hay que traspasar en el año de la misericordia es la puerta del Cristo que nos lleva a Dios Padre. Y la Puerta Santa tiene que ser ese signo que, una vez traspasado, haga que nuestro corazón vaya de lo humano a lo divino, recordando la cita de Gregorio de Niza en su tratado de las bienaventuranzas: “Si el nombre de misericordioso se atribuye a Dios, ¿a qué te invita Jesús cuando te pide que seas misericordioso si no es a ser Dios?” “[…] Si, efectivamente, la escritura proclama a Dios misericordioso y la verdadera beatitud es Dios en sí mismo, es evidente que el hombre que se hace misericordioso se convierte en Dios”.
Desde la ciudad he mirado el Tibidabo y he vuelto a pensar que los corazones de los hombres y las mujeres deberían estar abiertos a esta misericordia que nos hace cruzar la puerta de los corazones de nuestros hermanos vecinos, la puerta de la Catedral como signo, la Puerta de Cristo como transformación de nuestra vida.